lunes, 13 de octubre de 2008

Sangre de payaso
(Tercer Premio “Certamen Nacional Barracas al Sur, Buenos Aires, mi provincia”. Secretaría de Cultura, Educación y Promoción de las Artes, Municipalidad de Avellaneda)

Siempre llueve últimamente

A través de mis ojos siempre llueve,
el cielo está celeste pero llueve;
veo en el aire
el vuelo de palomas indiscretas
como si no lloviera, pero llueve.

Temblorosas,
las guirnaldas se arquean por el agua.

Con esta lluvia indómita y porfiada
los cristales se ven como empañados
empecinadamente errantes.

Las lágrimas
ilustran sombras sobre el empedrado
que reflejan un sol húmedo y vano.

Y sin embargo llueve.

Hay como un manto que recubre el ánimo.


La tinaja

Hay una tinaja,
una tinaja de agua
y sobre el agua de la tal tinaja,
un pelo que flota negro pero en llamas.

El pelo es negro y la tinaja blanca.

Dibujada,
hay una rosa que en el enlosado
de la tinaja la menea el agua.

Hay una niña sobre la tinaja,
está descalza y su cabello negro
le cae en ráfagas sobre las espaldas.

Todos esperan que la niña parta,
ella está inmóvil como ensimismada;
un universo la mantiene en calma.

Hay una niña con sus pechos blancos
y una suave brisa le acaricia el alma,
tiene los ojos sobre la tinaja
color esmeralda, color esmeralda.

Si la niña parte como es de esperar
todos lloraremos lágrimas amargas.

Quedan ciertas señales en el alma

El cenicero y el encendedor,
el tapiz, tu frazada, el perfumero,
la vasija de barro, el sotobosque,
la palmera, el silencio, los olores,
los cajones vacíos, las tinajas,
los cubiertos, las copas, los menajes,
las servilletas y los porta platos,
los manteles celestes, los cristales,
el color de la alfombra, las almohadas,
las cremas, los afeites, las baladas,
el CD de Sabina y los sillones,
los pequeños objetos cotidianos
y los tubos de ensayo.

El cofre, los pañuelos, tus enaguas
y los pasa montañas,
aquel portarretratos con mi foto,
la cámara instantánea.

Todas tus cartas.

La cortina del baño,
el bastidor, la estatua, tu cerámica,
los adornos, anillos, brazaletes,
los cofres y los aros.

El silencio y la voz y los fantasmas
bajando con tus pasos la escalera
y tu imagen detrás de las ventanas.

Otras señales

Qué suspiro infernal
ese pulmón asmático y hundido,
sin aire y sin futuro.

Ese temblor copioso y esa mirada inútil,
el arrítmico golpetear de los taladros.

El espejo vacío y el corazón ausente,
aquel portarretrato y su cristal
quebrado
y la correspondencia con nombre y sin destino.

Sobre las azucenas las lágrimas son miedos
y el clavel este invierno quedó descolorido.

Las piedras del garaje permanecen dispersas
como las margaritas que parecen molinos.

Fue tanta la sorpresa que hasta el sepulturero
pensó que era imposible que ella se hubiera muerto.

Todavía en las noches cuando me ataca el sueño
intento despertarme con el último aliento;
no se cuál es el precio de morir sin saberlo.

Me anoto esta pregunta para nuestro reencuentro.

Sangre de payaso

Sangre de payaso,
esa sonrisa cada vez más delgada.

La realidad no es una mueca que albergue carcajadas
de mágicas visiones.

En un caleidoscopio
se muestra esa infinita y alegre calavera.

Como una enredadera, alucina ese cuerpo.

Ah, sangre de payaso,trágicamente enamorada.
Señales de Humo
Segundo Premio Literario Internacional de Poesía 2005 en R.E.I.A. (Reunión de Escritores Independientes de Avellaneda) con el auspicio de la Municipalidad de Avellaneda.

El humo se derrite expulsado al aire cotidiano

El humo se derrite
expulsado al aire cotidiano,
desaparece,
arranca con la fuerza de una vegetación abigarrada
y se derrumba entre las sombras de una lámpara azul.

Detrás del instrumento,
un hombre inmenso intenta distenderse,
capitula
y finalmente renace en un incierto laberinto de pipas;
elige,
compara,
alude a los remotos campos sembrados que en el mundo
abrigan aromas mezclados y diversos.

Ese hombre,
agazapado,
es el que comparece para rescatar la distancia de las marcas,
la calidad de los objetos
y el gusto delicado de una pitada intensa e infinita.

Ese hombre,
es el testigo,
un catador experto entre otros miedos.

Abordé la fumata de un barrio sin veredas
a Sguritza (El pueblo aquel)

Abordé la fumata de un barrio sin veredas,
o digo, en realidad, la calle era una sola
y en unas pocas cuadras se acababa la vida.

La calle daba a un cerro, el cerro a una pintura.

Un carro con caballos repartía la leche
y el diario nos llegaba según cayera el día.

Nos apelotonábamos para escuchar la radio,
las válvulas ardían.
La pipa era una inglesa regalo de mi padre,
el tabaco era dólar, los fósforos de cera,
y como atacador, El Loro, el de la sexta.

Aún conservo la foto debajo de la mesa
en que aparezco yo, pipando tras la verja.

Abordé la fumata adelantando tiempos,
era el fin de la historia el pueblo en que vivía;
la lluvia era una gracia y el sol la bienvenida,
y el frío era mas frío, y el calor otros cuentos.

Y los guachos del barrio nunca tomaban vino.

La pipa es una Peterson que conservo conmigo,
el tabaco ya es otro, mi atacador de cedro;
ya no pasa por casa el carro del lechero
y mi madre no llama cuando está la comida.

Mi pueblo es ese pueblo tan lejano y perdido
que ya no tiene caso que vaya a descubrirlo.

Elijo esa y no otra para la noche en casa

Sigo el deseo de ese cierto vicio
que imagino con cada regreso de la selva,
hago círculos mágicos con la mano en cascada;
voy como revolviendo la mezcla de tabacos.

Me sentaré en la tibia nostalgia de mi entorno
donde existe la pipa, pero también el vaso,
o la copa, o la taza según se diera el caso.

Para la soda el vaso, para la copa el vino,
un café bien cargado para la blanca taza.

Todo es posible en esta, silenciosa parada
que depara la noche y el entorno y la casa.

Amo ese hermoso límite, cuando cargo esa pipa
y no es otra sino esa, para hoy, para ahora;
porque la elige el alma...

Imagino a la pipa como un culto

Imagino a la pipa como un culto,
como un mar bucanero con bandera pirata
y un aroma de garfios y molinos
donde cada tabaco es una marca..

Y esa marca respeta un prototipo,
la marca, en ese caso, es casi un hito.

Pero vivo en ciudades y edificios
donde el sol estremece la avenida
salpicando el asfalto de orificios.

En esos escenarios policromos
se confunde el smog y el cigarrillo.

Pero no se confunde el remolino
del humo de una pipa en El Molino,
cuando El Molino aún era ese sitio
donde desayunaba los domingos.

Un habano y ese añejo licor me reconfortan

Dejo pasar el tiempo
como pasa la brisa a través de las rejas,
el hierro del portón es una muestra fría
de mi nueva elocuencia,

El jardín es un páramo,
todas las tempestades cruzan por sus canteros
y envejecen las plantas hacia un gris amarillo.

Queda en pie en este entierro solo aquél viejo fresno,
desgajado de hojas,
hoy veintiuno de junio,
comienzo del invierno.

Pero este fuego mío que ayuda y me repone
y un habano y el viejo licor me reconfortan,
ellos son como un humo que oculta las tristezas
y me elevan a un plano donde me adhiero al cielo.

Humos y crepúsculos
(Ciertos lejanos amaneceres en la histórica Confitería Del Molino)

Yo con mi compañera en El Molino,
con sabor a factura y café crudo,
el mozo de levita, yo desnudo
y un baño con sabor a verde pino.

Se perdía en el sur esa avenida
que a ratos era gris y a ratos río;
y el gusto a vino amargo, pero mío
y esa falda mas corta que la vida.

Ella fumaba Jockey, yo mi pipa,
ella hablaba de amor y de futuros,
yo hablaba de tabacos y de puros.
Una luz se esfumaba en la tulipa.

Los dos imaginábamos revueltas,
algún mayo francés, un cordobazo,
nos íbamos después, ambos del brazo
a dar por la ciudad vueltas y vueltas.

En la cima del sol estaba el fuego,
en el amanecer el desenlace,
hoy la historia nos hace su desguace:
nos dice sin apuros, luego, luego.

Ahora si, nos confunde el remolino,
el sutil malestar de los amigos,
la dura soledad de los testigos,
la fachada cerrada Del Molino.
Dolores de barrio triste
(1er. premio Sociedad Argentina de Escritores Surbonaerense Delegación Avellaneda)

El barrio esta noche

El barrio es una suerte de misterio esta noche,
el farol se ha quebrado y alumbra con su vientre,
se dibujan las hojas del plátano en el porche
y los niños no juegan y arengan quedamente.

Se borraron los límites de todos los portones
y la sombra de un viejo se recorta en la esquina,
en todo el vecindario nadie proclama amores,
la curandera gorda se traga su saliva.

Hasta en los recipientes que albergan la basura
donde los desperdicios gimen su desamparo
decidió cada gato en su ronda noctámbula
respetar contenidos y amortiguar el daño.

Y tal es el respeto que emana de las casas
que en silencio se lava, se plancha, se cocina
mientras pasan las cosas como las cosas pasan
y la prole conversa con voz de sacristía.

Y quién hubiera dicho que esa muerte, serena,
dejara tan vacías, tan solas las palabras
que no hay verso ni rima capaz de dar siquiera
respuestas apropiadas a estas horas amargas.


Dolor de barrio

¡Oh! barrio de vergonzosa soledad,
de ancianos pobres de mirada triste,
de fresnos leves y soplos de impiedad;
barrio de tenue luz, que nos desviste,

que nos desnuda con fría claridad,
extramuros de sal que el musgo viste,
que adereza con miedos la verdad,
que retorna, que vuelve, que persiste.

Barrio contemplativo, barrio viejo;
con el paso cansino te recorro
y soy en tu vereda un azulejo.

Pienso en ese universo y te descorro:
eres luna, eres sol, eres reflejo
de un dolor que reclama su socorro.
Las moscas
(Mención 6to. certamen literario nacional de cuentos 2008 de los Programas Médicos & Daimon Arte)

Lanús es una ciudad sucia. A medio construir o medio destruida. Descascarada. No hay casa a la que no le falte terminación: revoque, pintura, baldosas, ladrillos, mosquiteros. Hace cincuenta años que Lanús se viene construyendo. O destruyendo. Sus casas son bajas. Cada tanto, un edificio recorta el cielo y clama por mantenimiento. Los vecinos viven sin tomar en cuenta esa desidia y descuidan sus jardines o sus veredas o sus frentes o sus interiores. Sus habitantes construyen al ritmo de sus posibilidades económicas.
Lanús es una ciudad de fábricas en los fondos, de talleres mecánicos, de viejos torneros, de chatarreros, de recolectores de muebles desquiciados, de recicladores insaciables. Es una ciudad vieja.
Las veredas son anchas, pero se camina sorteando obstáculos. Veredas de tierra, de ladrillos, más altas, más bajas, con escombros; la discontinuidad es la norma.
Hace algunos días que hay huelga de recolectores de residuos. Las esquinas se han transformado en contenedores de desperdicios. Las bolsas de plástico clausuran las alcantarillas. Si lloviera, pienso, el agua no tendría dasagote y habría inundación, insectos, olores, miseria.
El puente Uriburu perfora la Capital desde Pompeya y el río de plomo inunda los alrededores con el aroma de sus ácidos y sus aceites. El ambiente está contaminado. En ese descontrol ecológico, las macetas intentan, con dificultad, reconstruir una cuota de vida vegetal. Se han acabado los jazmines. Los árboles son raquíticos troncos con sus cabelleras desvalidas y calvas y constituyen un calidoscopio de infinitas especies que se fueron insertando en el paisaje. Las napas se han ido contaminando con los desperdicios del Riachuelo que clama por justicia.
Mi casa es parte de ese suburbio detenido en el tiempo por algún fatalismo incierto y obsesivo. Cada tanto, pasan por el frente, grupos de ancianos hablando en voz alta, con voz de contingencia. Y otra vez silencio. Y luego el sonido de algún automóvil a la distancia o el tren, mucho más lejos. La quietud de Lanús no es el síntoma de una ciudad tranquila sino el reflejo de su apatía.
Estoy tirado sobre una cama otomana: cuatro patas, un elástico vencido y un colchón cóncavo y delgado.
Tengo las puertas y las ventanas abiertas. Hay un ir y venir de moscas revoloteando en todas las habitaciones. No son discretas, no le temen al hombre, lo desafían. Las cucarachas, por ejemplo, son al menos prudentes y saben retirarse a tiempo ante la presencia humana, reconocen sus culpas y escapan, huyen. La mosca, por el contrario, invade, no mide la importancia de los objetos, aterriza unos segundos hasta que un algoritmo interno la impulsa a levantar el vuelo y volver, con su infinita impaciencia zigzagueante, a recorrer el espacio sin criterio ni sentido.
Moscas. ¿Por qué tantas?, ¿cómo convivir con ellas?, ¿cómo domesticarlas?
Dejo que se posen sobre mí. No las molesto. Las observo con una curiosidad en donde subyace la brutalidad. Hay algo de sádico en mi mirada puesta en sus multiformes ojos. Un ojo contra mil, un ojo contra un laberinto de cristales inútiles. ¿Qué ve una mosca cuando mira?, ¿infinitos cuerpos que se repiten como calcados y translucidos?, ¿me mira, realmente?, ¿me ve?
Me quedo muy quieto. Varias están sobre mí. Algunas vuelven a irse, impulsadas no se sabe por qué.
Cada mosca es un objeto de odio. Cada mosca arrastra en sus patas basura en descomposición: restos, oxido, mierda.
Miro a mí alrededor y percibo señales. Las moscas me indican su destino. Van dibujando su futuro como una radiografía de lo inútil. Se me ocurre pensar en sus almas. ¿Tienen alma?, ¿qué dirá Dios de su existencia?, ¿qué día las creó?, ¿con qué propósito?, ¿qué animal mantiene el equilibrio ecológico y las desbasta?, ¿a quién se come la mosca y justifica el equilibrio?
Me muevo. Todas las moscas que estaban sobre mí arrancan a volar como alertadas por un peligro cierto. Tiemblo. ¿Tendré fiebre?, ¿tendrán fiebre las moscas?, ¿les dolerá la cabeza?, ¿tendrán diabetes o úlceras o cáncer?
Me voy levantando lentamente. Estoy solo. Siempre. Voy caminando hasta la cocina. Mi cuerpo parece no querer responder a mis órdenes. Estoy abotagado. Ya no pienso. En la cocina, abro el cajón de la alacena, el tercero empezando desde arriba. Revuelvo, tomo una palmeta. Es anaranjada.
Comienzo a recorrer la casa cerrando puertas y ventanas exteriores. Hace calor. Las moscas no han advertido el cambio de temperatura. Sólo yo empiezo a sentir el fuego del verano concentrándose en la casa. La casa ha acumulado calor. ¿Tendrá algún valor el calor acumulado?, ¿poder de reventa?, ¿será posible acumular calor para el invierno y no tener que prender estufas ni hornallas?
Termino el recorrido. Todo está sellado. No hay aire. No hay salida. Ni para ellas ni para mí. Somos dos enemigos prestos. César y Pompeyo. Hombre y moscas. Ambos esperando el momento de la batalla.
Voy a la cocina. Empiezo. El palmetazo es un golpe firme, seco y preciso con el centro de la palmeta. La mosca, sorprendida, queda imprimiendo su sitio o cae inerte. Voy ganando práctica. Tengo la cara descompuesta. Sudo. Hay vajilla sin lavar en la pileta: platos, cacerolas, cubiertos. Los azulejos están sucios, como de tierra que se adhiere a la grasa. En la mesada se acumulan objetos de todo tipo: una azucarera, yerba, café, repasadores, restos de fideos, colillas de cigarrillos. Me induce una fuerza interior, como de una locomotora, impulsada más por la inercia que por el combustible. Me deslizo sobre las baldosas donde intento afirmarme y empuñadura en mano, matar. No puedo pensar racionalmente. Siento satisfacción por el simple hecho de ejercer cierta autoridad, de descubrir que soy más poderoso que algo: una mosca, otro.
Advierto que, si no voy cerrando las puertas a mi paso, otras ingresarán y el proceso resultaría interminable. Las cierro a medida que las voy atravesando. Termino la tarea en esa parte de la casa. Las últimas moscas se defienden intentando una infructuosa huída. A algunas las sorprendo en el aire.
Paso al próximo cuarto. Ahora mis golpes son más precisos. Ya no experimento el titubeo de las primeras veces. Quedan pocas y mueren. Paso al siguiente cuarto y al siguiente y voy corrigiendo errores; ya no fallo como al principio. Mi precisión es notable. Gotas de sudor caen a mi paso y me obnubilan. El baño, la antecocina, el último cuarto, el living.
Quedan pocas, pero las voy ajusticiando, a cada una les asigno un delito. Me imagino un verdugo que actúa casi sin pensar. Es mejor no pensar, debilita.
Sobre la ventana que da al contrafrente ha quedado la última golpeando el vidrio. Sabe. ¿Sabe? Que ya no tiene futuro, imagina su destino. Espero. Tengo tiempo. Ella intenta llegar al otro lado, al patio. Es una cosa negra que agita sus alas y clama. ¿Clama?
Me acerco lentamente. Con mi mano derecha empuño la palmeta. Mi mano izquierda se extiende hacia el borde de la ventana, la abro. La mosca advierte el cambio de temperatura y vuela hacia la libertad. Retrocedo hacia el centro de la habitación, me siento y pienso: esta última acción, ¿me acerca o me aleja de Dios?
Las inquietudes del Señor Oficinista
(Tercer premio cuento breve del Consejo Comunal Mujeres de Domínico y la secretaria de Cultura, Educación y Promoción de las Ates en el Concurso Carlota de Domínico)

Todas las mañanas llego a la oficina, me siento, enciendo la lámpara, abro el portafolio y enfrento un nuevo día de trabajo. La empresa ha encarado ciertas reorganizaciones corporativas a las que, poco a poco, nos vamos acostumbrando. Esta semana me han retirado la silla. De manera que ahora me apoyo sobre el escritorio o en el piso. Con el reparto de las tareas de la mañana, me han notificado que debo desalojar el escritorio porque, durante la noche, será transferido. Me informaron que dicho desplazamiento estaba previsto. Según parece resulta necesario para favorecer el desarrollo de otras áreas estratégicas y obedece a razones de carácter reservado. Desde entonces me resigno a ubicarme sobre la pared de la ventana. De ese modo, aprovecho la luz que proviene del exterior y puedo realizar mis tareas sin demasiado esfuerzo visual. La empresa me ha solicitado la lámpara para otros objetivos. Como siempre fui obediente de las decisiones jerárquicas, decidí no interponer objeciones y me limité a hacer silencio. Sin embargo, el hecho de que tenga que conformarme con la luz natural, no me ha perjudicado, todo lo contrario. Tal circunstancia vuelve levemente complicada mi tarea cuando cae la tarde y debo confórmame con la luz general del edificio, apenas suficiente. Han racionalizado el uso de la luz eléctrica. Allí donde había un par de tubos fluorescentes han eliminado uno para, nos dicen, ahorrar en el consumo así como en la compra de repuestos. Cada vez que se queman sus dos tubos en algún artefacto, con un criterio utilitario, sacan uno allí donde hubiera dos y reemplazan uno de los quemados. Poco a poco, la luminosidad se fue reduciendo a la mitad, pero, según se afirma, el procedimiento no desmerece en nada la productividad de la empresa que incluso ha aumentado. Eso me da fuerzas como para continuar adelante.
Gracias a mis insistencias, han desistido, por ahora, de la intención de privarme del portafolio. Lo atesoro con temores y lo escondo para que nadie lo note y entonces, vuelvan a intentarlo. Cuando lo abro, lo hago por el lado de afuera de la ventana para no ser advertido. Un tiempo atrás provisto de un taladro, un tornillo en ele y su tarugo, construí sobre el exterior un gancho que me permite colgarlo. O sea que, mientras me mantengo en la oficina, nadie nota su presencia. Cuando necesito tomar algo de su interior debo tener cuidado porque al abrirlo puede suceder que se caiga hacia el aire y luz del edificio lo cual haría difícil recuperarlo o, en todo caso, que algún papel de su interior se vuele y pierda información importante para la organización. Cuando llueve, el operativo se torna levemente complicado porque temo que se moje. Esto lo he resuelto incluyendo en su interior una bolsa de nylon lo suficientemente fuerte y del tamaño adecuado para protegerlo en tales ocasiones. Cuando me preparo para las tareas, trato de extraer todo lo necesario para no tener que contorsionarme cada vez que necesito algo. Aún así, suelo no mostrar algunas cosas que puedan ser de utilidad para la empresa y que resguardo celosamente: en particular una lapicera que contiene tinta para unos cuarenta o cincuenta días y una goma tinta lápiz de esas rojas y azules que me recuerdan mi niñez. Tuve el cuidado de escribirle mi nombre con birome para que, si se pierde, me la puedan devolver. Eso es bastante improbable porque todos en la oficina desean tener una y no todos han tenido la precaución de resguardarla convenientemente. Si alguien la encontrara le borraría la inscripción y agregaría la suya en una acción tan inútil como lo fuera la marca anterior. Tengo también, una estupenda agujereadora, treinta y siete clips en un porta clips magnético y algunas otras cosas más que no enumero exhaustivamente para no abusar. Cito a modo de ejemplo: una libreta de anotaciones, un par de aspirinas, anteojos, un encendedor y un alicate.
Durante el día, trato de concentrarme en las tareas que la empresa me demanda. Hago planillas en papel cuadriculado. Todas las mañanas pasa por mi lugar de trabajo el Señor Superior y me deja treinta y cuatro hojas de papel que debo trazar con líneas paralelas, verticales y horizontales a dieciséis milímetros una de otra las horizontales y a veinticuatro las verticales. Nadie me ha capacitado acerca de lo que debo hacer con el sobrante, tanto hacia la derecha como hacia abajo del papel. Tampoco acerca de si el trazado debe ser en frente y dorso. Considerando mi apego al trabajo he decidido hacerlo en ambas caras para satisfacer cualquier demanda futura. Esto puede tener inconvenientes en el sentido de que, si a la empresa o a algún superior le pareciera que esto es excederme en mis atribuciones, dichas páginas serian irrecuperables.
Día a día, he tomado mayor experiencia en mi tarea y lo que antes me llevaba casi todo el día ahora lo concluyo una hora antes del fin de mi jornada laboral. Durante el tiempo residual, para no despertar sospechas, aparento seguir trabajando mientras llevo mis pensamientos a otras imágenes en otras latitudes. Unos tres minutos antes de la hora de salida llega el Señor Superior y se lleva las hojas. Nunca he recibido comentario alguno acerca de ellas y tampoco lo pido, respetuoso como soy de los objetivos máximos de la empresa y de la necesidad de no divulgarlos para evitar espionaje comercial, tan de moda en estos últimos tiempos.Así acaba mi jornada. Recojo el portafolio que dejara colgado en el exterior y me retiro lo más sigilosamente posible. No vaya a ser que los superiores adviertan mi presencia, o la del portafolios e, inesperadamente, intenten deshacerse de alguna o de ambas de esas cosas.

jueves, 12 de junio de 2008

Los mudos del cyber

Hay treinta mudos en el cyber café,
uno soy yo,
tratando de comunicarme con el mundo,
(me queda chico el barrio).

Treinta y pico de compartimientos
en hileras de a cinco, equidistantes.

Nadie debe hurgar en su próximo prójimo,
cada uno en sus cosas,
olvidando su entorno.

Todos,
digitalizando
sus mundos solitarios.

Es conveniente amar en el anonimato.

Yo,
desmantelaría todos los aparatos
y organizaría con los mudos
una orgía de abrazos.

martes, 3 de junio de 2008

La feria

Arranca en madrugadas por el puesto del vino
y transcurre su ritmo hacia el sol vertical,
la feria es la vidriera donde cada vecino
es un calidoscopio de sueño y arrabal.

En las horas tempranas el murmullo transcurre
entre pavas quemadas y luz artificial
y el bizcocho de grasa tentempié que discurre
con toda la rutina del axioma final.

Las voces van creciendo como canción antigua
se llena de vecinos el lumpen marginal
y desde el verdulero hasta la venta ambigua
intercambian monedas la pobreza y la sal.

Cuando todo se acabe quedarán sólo rastros
cajones destruidos, un resto accidental
y las piernas pesadas y cansados los astros
y el ronroneante inútil camión municipal.