lunes, 13 de octubre de 2008

Las moscas
(Mención 6to. certamen literario nacional de cuentos 2008 de los Programas Médicos & Daimon Arte)

Lanús es una ciudad sucia. A medio construir o medio destruida. Descascarada. No hay casa a la que no le falte terminación: revoque, pintura, baldosas, ladrillos, mosquiteros. Hace cincuenta años que Lanús se viene construyendo. O destruyendo. Sus casas son bajas. Cada tanto, un edificio recorta el cielo y clama por mantenimiento. Los vecinos viven sin tomar en cuenta esa desidia y descuidan sus jardines o sus veredas o sus frentes o sus interiores. Sus habitantes construyen al ritmo de sus posibilidades económicas.
Lanús es una ciudad de fábricas en los fondos, de talleres mecánicos, de viejos torneros, de chatarreros, de recolectores de muebles desquiciados, de recicladores insaciables. Es una ciudad vieja.
Las veredas son anchas, pero se camina sorteando obstáculos. Veredas de tierra, de ladrillos, más altas, más bajas, con escombros; la discontinuidad es la norma.
Hace algunos días que hay huelga de recolectores de residuos. Las esquinas se han transformado en contenedores de desperdicios. Las bolsas de plástico clausuran las alcantarillas. Si lloviera, pienso, el agua no tendría dasagote y habría inundación, insectos, olores, miseria.
El puente Uriburu perfora la Capital desde Pompeya y el río de plomo inunda los alrededores con el aroma de sus ácidos y sus aceites. El ambiente está contaminado. En ese descontrol ecológico, las macetas intentan, con dificultad, reconstruir una cuota de vida vegetal. Se han acabado los jazmines. Los árboles son raquíticos troncos con sus cabelleras desvalidas y calvas y constituyen un calidoscopio de infinitas especies que se fueron insertando en el paisaje. Las napas se han ido contaminando con los desperdicios del Riachuelo que clama por justicia.
Mi casa es parte de ese suburbio detenido en el tiempo por algún fatalismo incierto y obsesivo. Cada tanto, pasan por el frente, grupos de ancianos hablando en voz alta, con voz de contingencia. Y otra vez silencio. Y luego el sonido de algún automóvil a la distancia o el tren, mucho más lejos. La quietud de Lanús no es el síntoma de una ciudad tranquila sino el reflejo de su apatía.
Estoy tirado sobre una cama otomana: cuatro patas, un elástico vencido y un colchón cóncavo y delgado.
Tengo las puertas y las ventanas abiertas. Hay un ir y venir de moscas revoloteando en todas las habitaciones. No son discretas, no le temen al hombre, lo desafían. Las cucarachas, por ejemplo, son al menos prudentes y saben retirarse a tiempo ante la presencia humana, reconocen sus culpas y escapan, huyen. La mosca, por el contrario, invade, no mide la importancia de los objetos, aterriza unos segundos hasta que un algoritmo interno la impulsa a levantar el vuelo y volver, con su infinita impaciencia zigzagueante, a recorrer el espacio sin criterio ni sentido.
Moscas. ¿Por qué tantas?, ¿cómo convivir con ellas?, ¿cómo domesticarlas?
Dejo que se posen sobre mí. No las molesto. Las observo con una curiosidad en donde subyace la brutalidad. Hay algo de sádico en mi mirada puesta en sus multiformes ojos. Un ojo contra mil, un ojo contra un laberinto de cristales inútiles. ¿Qué ve una mosca cuando mira?, ¿infinitos cuerpos que se repiten como calcados y translucidos?, ¿me mira, realmente?, ¿me ve?
Me quedo muy quieto. Varias están sobre mí. Algunas vuelven a irse, impulsadas no se sabe por qué.
Cada mosca es un objeto de odio. Cada mosca arrastra en sus patas basura en descomposición: restos, oxido, mierda.
Miro a mí alrededor y percibo señales. Las moscas me indican su destino. Van dibujando su futuro como una radiografía de lo inútil. Se me ocurre pensar en sus almas. ¿Tienen alma?, ¿qué dirá Dios de su existencia?, ¿qué día las creó?, ¿con qué propósito?, ¿qué animal mantiene el equilibrio ecológico y las desbasta?, ¿a quién se come la mosca y justifica el equilibrio?
Me muevo. Todas las moscas que estaban sobre mí arrancan a volar como alertadas por un peligro cierto. Tiemblo. ¿Tendré fiebre?, ¿tendrán fiebre las moscas?, ¿les dolerá la cabeza?, ¿tendrán diabetes o úlceras o cáncer?
Me voy levantando lentamente. Estoy solo. Siempre. Voy caminando hasta la cocina. Mi cuerpo parece no querer responder a mis órdenes. Estoy abotagado. Ya no pienso. En la cocina, abro el cajón de la alacena, el tercero empezando desde arriba. Revuelvo, tomo una palmeta. Es anaranjada.
Comienzo a recorrer la casa cerrando puertas y ventanas exteriores. Hace calor. Las moscas no han advertido el cambio de temperatura. Sólo yo empiezo a sentir el fuego del verano concentrándose en la casa. La casa ha acumulado calor. ¿Tendrá algún valor el calor acumulado?, ¿poder de reventa?, ¿será posible acumular calor para el invierno y no tener que prender estufas ni hornallas?
Termino el recorrido. Todo está sellado. No hay aire. No hay salida. Ni para ellas ni para mí. Somos dos enemigos prestos. César y Pompeyo. Hombre y moscas. Ambos esperando el momento de la batalla.
Voy a la cocina. Empiezo. El palmetazo es un golpe firme, seco y preciso con el centro de la palmeta. La mosca, sorprendida, queda imprimiendo su sitio o cae inerte. Voy ganando práctica. Tengo la cara descompuesta. Sudo. Hay vajilla sin lavar en la pileta: platos, cacerolas, cubiertos. Los azulejos están sucios, como de tierra que se adhiere a la grasa. En la mesada se acumulan objetos de todo tipo: una azucarera, yerba, café, repasadores, restos de fideos, colillas de cigarrillos. Me induce una fuerza interior, como de una locomotora, impulsada más por la inercia que por el combustible. Me deslizo sobre las baldosas donde intento afirmarme y empuñadura en mano, matar. No puedo pensar racionalmente. Siento satisfacción por el simple hecho de ejercer cierta autoridad, de descubrir que soy más poderoso que algo: una mosca, otro.
Advierto que, si no voy cerrando las puertas a mi paso, otras ingresarán y el proceso resultaría interminable. Las cierro a medida que las voy atravesando. Termino la tarea en esa parte de la casa. Las últimas moscas se defienden intentando una infructuosa huída. A algunas las sorprendo en el aire.
Paso al próximo cuarto. Ahora mis golpes son más precisos. Ya no experimento el titubeo de las primeras veces. Quedan pocas y mueren. Paso al siguiente cuarto y al siguiente y voy corrigiendo errores; ya no fallo como al principio. Mi precisión es notable. Gotas de sudor caen a mi paso y me obnubilan. El baño, la antecocina, el último cuarto, el living.
Quedan pocas, pero las voy ajusticiando, a cada una les asigno un delito. Me imagino un verdugo que actúa casi sin pensar. Es mejor no pensar, debilita.
Sobre la ventana que da al contrafrente ha quedado la última golpeando el vidrio. Sabe. ¿Sabe? Que ya no tiene futuro, imagina su destino. Espero. Tengo tiempo. Ella intenta llegar al otro lado, al patio. Es una cosa negra que agita sus alas y clama. ¿Clama?
Me acerco lentamente. Con mi mano derecha empuño la palmeta. Mi mano izquierda se extiende hacia el borde de la ventana, la abro. La mosca advierte el cambio de temperatura y vuela hacia la libertad. Retrocedo hacia el centro de la habitación, me siento y pienso: esta última acción, ¿me acerca o me aleja de Dios?

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