sábado, 23 de octubre de 2010

La partida
Primer premio Concurso "Barracas al Sur de Cuento con marco histórico" en conmemoración al Bicentenario de nuestra Patria

La partida instala el interrogante. En el centro de la mesa, cubierta por un paño verde, se distribuyen las cartas españolas en un salpicado de figuras y números. Los jugadores hurgan en sus pensamientos. Hay una proposición que encierra un conflicto: lo mismo que los une, es lo que los separa.
—¿Usted volvería a hacerlo, General Lavalle?
—Si cupiera cumplir la misma orden, esta vez dudaría. Los revolucionarios no nos arrepentimos fácilmente de nuestras decisiones, pero en su caso, Dorrego... vaya a saber. Nunca me perdonaron su fusilamiento los gauchos del campo ni la gente pobre de los barrios porteños. Pero todas mis batallas fueron las muertes de otros. La muerte de uno, es la última.
Alguien cantó el envido y la respuesta no se demoró. El juego, como la historia, va desarrollándose por caminos inciertos.
—Estimado Lavalle, me hace gracia; cómo puedo creer que no lo volvería a hacer. Recibirá usted una carta, un mando, una esquela, le darán la orden y desenfundará su espada, su espada sin cabeza, y allá irá. La cabeza es algo que le pondrán en miel para que no se pudra. Nuestra revolución quedó inconclusa y usted, es parte de esa muerte.
Envido, real envido, falta envido, suerte y verdad, certeza, mentira. El juego continúa sobre el paño verde de la mesa y el verde césped de los campos de batalla.
—Usted, Mariano, ¿opina que la historia puede prever el futuro, que hay una suerte de fatalidad histórica? —Saavedra intenta evadir la cuestión del fusilamiento.
—La historia es irreversible, pero nos puede ayudar a elegir el futuro En el pasado están las hipótesis.
Ahora toca el tiempo del truco, no se avanza, las cartas no son buenas. Una partida de naipes, como las revoluciones, tiene altibajos.
—Y el futuro es el centro de nuestras disputas. No se culpe, Lavalle, cumplió con su deber.
—Vivimos tiempos violentos, don Cornelio. He pasado mi vida de guerra en guerra: el sitio de Montevideo; el Ejercito de los Andes; Chacabuco; Maipú; la Batalla de Riobamba, donde me apodaron, vaya orgullo, El León de Riobamba; Pichincha; la guerra del Brasil; el combate de Camacuá y, por fin, el fusilamiento de Manuel, el querido por su pueblo.
—¿Envidia?
—No, no creo que lo fuera.
—Usted Lavalle, ha tenido el triste privilegio de ser el primer General Argentino que dio un golpe de estado.
—¡Mi propio compañero de armas!, sin juicio. Dije aquella vez: “A un desertor al frente del enemigo, a un bandido, se le da más término y no se lo condena sin permitirle su defensa ¿Quién ha dado esa facultad a un general sublevado? Hágase de mí lo que se quiera, pero cuidado con las consecuencias”.
Las parejas se estudian: por un lado, Moreno y Dorrego; por el otro, Saavedra con Lavalle. Todos tienen algo en común, algo que los une, pero que también los separa. Ahora el juego ha mejorado. Se grita flor, se habla de retrucos, se muestran espadas, bastos, se dice vale cuatro.
—Usted Moreno no parece haber hecho mucho desde lo militar. Con discursos, joven, no se hacen revoluciones.
—He batallado con mis principios a lo largo de pequeños, pero resonantes combates ideológicos. Lo mío es la palabra, la noche en vela redactando. No puedo decir que sea hombre de armas, pero sí de decisiones. Combates donde el rifle es una imprenta, el puñal es un pasquín, la espada una volanta. En suma: la voluntad del pueblo, de los pobres.
—¿Pueblo?, ¿pobres? Pero aquí no hay pobres, estimado Doctor. Hoy los pobres no existen, falta un siglo para que salgan a la luz. Yo, Manuel Dorrego, soy el único que puede afirmarlo. Lavalle sabe que mi supuesta locura es la dignidad del humillado. Uno no elige sobrenombres. ¿Yo, “El loco Dorrego”? A veces la maledicencia esgrime la defensa de los pobres como una forma de locura.
La partida consume el tiempo, es una excusa, la verdadera razón del enfrentamiento son las ideas, los combates, referenciados por ese siete de oros, por el tres festivo, por el cuatro miserable. Y la mentira.
—Yo tuve razón, no es posible hacer una revolución cuando a uno le plazca. Yo, Cornelio de Saavedra, anticipé el momento. Las brevas debían estar maduras.
El juego requiere, para que no sean solo avatares, que se le reste esa cuota de azar que le es propia. Estudiar los gestos, interpretar las señas, retener las cartas descubiertas, imaginar las posibles.
—La guerra, Cornelio, no es azar. Doy fe de ello —Lavalle lo justifica.
—En el azar están las circunstancias. ¿Qué hizo que mi vocación, tardía, me pusiera de pronto en la defensa de Buenos Aires? La historia es caprichosa, nos tiende trampas o nos depara victorias. La mía no tuvo más virtud que la de estar allí cuando sucedían las cosas —piensa en voz alta quien fuera presidente de la Primera Junta.
—Tal vez la suerte, que es el destino, nos haya dado la misión de desenfundar argumentos y armas para derrotar invasores.
La partida iba llevando a ambos equipos hacia el triunfo o hacia la derrota. Siempre el azar, las brevas maduras. Y la conversación lleva al pasado, las hipótesis del futuro.
—Asumí la defensa de Buenos Aires contra el invasor inglés como una contribución a España, no era mi intención la independencia, pero pregunto, ¿pensó alguien en ella?
—Siempre la he tenido presente. Algún día, alguien dirá: “la revolución es un sueño eterno”. Y Usted conoce lo que escribí aquella ves, movido por la emoción, lo de mudar de tiranos sin destruir la tiranía. Cornelio, con usted nos educamos en el mismo colegio, ambos conocimos argumentos similares, ¿qué nos hizo distintos?
—No somos los unos sin los otros. Somos los representantes de una Nación, de una Nación en guerra, las de la independencia y las internas. Ambas sangrientas.
—La sangre ensucia. Algunos historiadores afirman que usted me envió a asesinar. Lo supuse en aquel tiempo, lo imagino ahora. Usted no me perdona la defensa de la causa indígena, mi alianza con Alzaga, mi Plan de Operaciones. ¿Qué opina Lavalle, usted, que sabe de fusilamientos?
—No me cabe interpretar. Lo mío es la acción.
—Le digo una cosa, Mariano, es cierto, yo planifiqué su viaje a Inglaterra, mi objetivo era alejarlo. Su muerte, por mi parte, no fue un asesinato, no fue lo que imaginé.
—Otros quizás hayan interpretado su diligencia. Usted sabe que cuando un presidente dice fuego, no falta quien encienda la mecha. Y no dejo de reconocer su ingenio con aquella frase postrera que me honra: "Hacía falta tanta agua para apagar tanto fuego...".
Ahora, la balanza de la partida se inclina hacia uno de los lados. En un ir y venir de falta envidos. Esos que cuando se instalan, acaban con el juego.
—No les resulta extraño, que tres de nosotros hayamos muerto violentamente. Que la revolución nos tragara. Y nuestras muertes fueran, si se quiere, ejemplificadoras.
—Mi cabeza atada a la miel, mis huesos en la arena, mi carne descompuesta, la soledad de la muerte y su recuerdo, Dorrego, amargo, persistente.
—Escribí en aquel momento, lo que al fin puede ser la síntesis de cualquier revolución para con ciertos revolucionarios: “me fusilan y no sé por qué razón”. Mariano, su fin es un misterio.
—No tuve tiempo de elegir mi futuro. Hubiera preferido otra muerte, menos temprana, mas heroica.
—La Patria, la Patria es lo que nos une y la Patria es lo que nos separa.
La falta envido, el paño verde, el último recurso, el conflicto, y la Patria, esa mujer inalcanzable, que nos une, que nos separa.