lunes, 10 de mayo de 2010

La Bruja de los Mil Botones

Extraño el guardapolvo, ese uniforme escolar, que nos hacía a todos un poco iguales. Eran contados los días sin sol en ese camino de apenas tres cuadras que me separaban de la escuela. Frío si, pero lleno de sol. Y si no, lo buscaba en el blanco de la bandera. Por aquellos tiempos me emocionaba cuando cantábamos “Aurora”, en el patio, a todo pulmón.
Cuando llovía, me hipnotizaba sentado en los pupitres de madera mientras veía brillar las gotas en el borde del techo de la galería. Recuerdo la pintura de las paredes, de un látex sintético y las columnas de madera que sostenían el alero, pintadas de verde. Las baldosas eran amarillas y negras. La guarda, bordeando simétricamente toda la extensión del patio, tenía dibujado un firulete en espiral sobre un fondo gris.
El edificio de la escuela era una casa más en un pasaje densamente arbolado de mi barrio, en el sur del Gran Buenos Aires. Al frente, mirando al cielo, lucía el mástil con la bandera azul y blanca y el sol, en el medio, desafiante.
Iba solo al colegio. A la vuelta éramos una barra y caminábamos conversando y gritando contentos porque nos esperaban en casa, en el hogar.
A la altura de la segunda esquina, cuando ya con mis amigos debíamos separarnos, nos encontrábamos con La Bruja de los Mil Botones. Yo me quedaba hablando con ella. En esa esquina, siempre que brillaba el sol del mediodía, ella estaba. Vestida con sus prendas de todos colores. Parecía estar esperándome.
Me recibía como se recibe a los nietos. Para ella no era un nieto más, aunque tenía muchos más nietos que todas las abuelas del mundo.
Es preciso describir en qué consistía su extraña vestimenta, porque de otro modo, no se entendería el por qué del nombre rimbombante que le había imaginado. Ella no sabía que yo le decía así, nunca se lo dije. Lo de bruja sé muy bien por qué se lo puse. Parecía ser una viejecita muy buena, pero me pareció, por algunas cosas que fui descubriendo, que el calificativo de Bruja no estaba tan mal. Hay brujas que hacen el bien, que son buenas, que no se dedican a dañar, como muchos suponen. Este era el caso. Pero lo de Bruja, ya se los voy a explicar, encontró su significado.
Tenía pegados botones por todos lados y eran todos distintos; al menos me fue imposible encontrar iguales por más que buscaba y buscaba. A veces me pasaba un largo rato mirando y mirando, pero no había caso, no los había. Hasta en la espalda los tenía pegados. En la cabeza se ataba un pañuelo rojo, lleno de flores azules, cubierto también por botones que cubría ligeramente con un sombrero marrón, de una tela parecida a la pana. Algunos ni siquiera tenían agujeros e ignoraba cómo estaban fijados. Alrededor del cuello vestía una bufanda verde limón. En la bufanda no había tantos como en otras de sus prendas, pero en todas eran vistosos y singulares. Tenía un tapado de franela amarillo. Había botones grandes, enormes, como una manzana y otros tan pequeños que era necesario acercarse para verlos bien. Brillaba uno a la altura del ombligo. Algunos eran lisos y otros con dibujos. Los había con cuatro y con dos agujeros. Llevado por mi curiosidad, llegué a distinguir algunos de tres agujeros, cosa bastante rara, creo. Algunos no eran botones, eran viejas condecoraciones de marinos o aventureros. Los zapatos eran de color celeste y las medias negras aparecían desde adentro de su calzado y desaparecían debajo del tapado amarillo. Sus piernas eran marcadamente delgadas. Vista desde abajo, parecía un arco iris: celeste, negro, amarillo, verde limón, rojo y marrón. Un carnaval.
Hablaba con una voz muy tranquila y contaba cosas maravillosas sobre los animales del bosque y los animales de la ciudad que, me informaba con el índice extendido, eran muy distintos. Hablaba sobre todo acerca de sus hijos que, decía con orgullo, uno era abogado y el otro médico.
– No me visitan muy seguido – decía – están muy ocupados, son personas importantes.
Yo escuchaba y escuchaba. Cuentos, historias; de cómo había sido la creación del universo, de cómo apareció la yerba mate, de quién era Ceferino y quién la Difunta Correa. Qué había sido de los Mapuches y la increíble historia del Rey de la Patagonia. Me contaba que, en un país lejano, cruzando el océano, había habido una guerra y que murieron muchos chicos como yo, como medio millón dijo, pero que no me preocupara porque eso aquí nunca iba a ocurrir.
– Nosotros somos gente de paz – trataba de convencerme.
Pero lo que siempre me decía era que ella se ocupaba de que saliera el sol. Que cuando ella decidía pasear, le ordenaba al tiempo que dejara salir el sol y el sol salía.
– Por eso, cuando yo estoy aquí y vos me ves, es porque le dije al sol que me acompañe. Cuando le digo que no salga es porque me quiero quedar en casa, haciendo labores. ¿O acaso, siempre que me ves, no está el sol? – yo afirmaba con la cabeza.
Fue por esa historia del sol que le puse Bruja. Porque hacer salir el sol cuando uno quiere, sin duda, es cosa de magia.
– ¿Cómo qué cosas son labores? - preguntaba.
– Tejer, coser botones, cocinar, leer sobre los ángeles y sobre las leyendas y sobre los mitos y sobre cómo apareció el girasol y a dónde nos lleva recorrer el arco iris y por qué la estrella federal es roja, esas cosas.
Yo no me cansaba de preguntarle los por qué y ella, a veces me contestaba y otras ni siquiera me llevaba el apunte. Las cosas las contaba una y mil veces y nunca se cansaba de repetir lo mismo. Yo tampoco de escucharla.
Un día me regaló un botón. Era grande y cuadrado, cruzado por franjas diagonales verdes, rojas, blancas y azules.
– No lo pierdas – me dijo, como estableciendo cierto compromiso – no soy muy generosa cuando se trata de botones.
Como mi mamá me esperaba con la comida, tenía que irme. Siempre me quedaba con las ganas de seguir conversando.
Y así, durante los años de mi colegio primario, ella estuvo conmigo, acompañándome todos los mediodías de sol. Una vida pacífica y colmada de bonanzas.
Pasó el tiempo. Es ocioso informar algo que delatan largamente mis arrugas. Pasó el tiempo y recuerdo siempre con un cariño particular a mi Bruja de los Mil Botones.

Pero mi mamá, que tiene una gran memoria y no se olvida de nada, hoy me sorprendió. Aunque viejecita y pequeña, arrugada y amarilla como piel de melón, ajada como una cebolla, su cabeza funciona como un violín, un Stradivarius. Recuerda los detalles más insignificantes, y los menos también. Sabe en qué lugar de su casa está cada cosa y explica a las vecinas, con prodigiosa memoria, las recetas más exóticas.
Cada día, o día por medio, paso a visitarla. Le llevo algún libro de los que le gusta leer, una revista, o el video de cierta película que sé le va a gustar. Cada tanto, le compro una caja de alfajores, que me agradece y yo me como, mientras tomamos el té.
Una de esas tardes fue de recuerdos. Ya habíamos agotado todos los chismes, dejamos las orejas de los parientes y vecinos descansar en paz y, como ocurre a menudo, me puse melancólico.
– ¿Te acordás, mami, de La Bruja de los Mil Botones?
– Ah!, si, claro. La Bruja de los Mil Botones… – cabeceó mi madre con resignación, como olvidada.
– La que estaba todos los días de sol parada en la esquina, camino a la escuela – insistí esperando algún comentario.
– La Bruja de los Mil Botones nunca existió.
– ¿Cómo que no existió? Si yo te hablaba de ella y vos me escuchabas y me preguntabas cómo era y qué hacía y cómo se vestía.
– Yo te seguía la corriente. No te olvides que soy tu madre y a las fantasías hay que alimentarlas.
Hubo un silencio. Breve. Mi madre no es de callarse. Cambió entonces distraídamente de tema. Volvimos a los vecinos. Allá en el sur, se sabe, los vecinos son parte de la familia, su extensión. Mientras caminaba rumbo a mi casa, con el sol del atardecer, palpé con mi mano izquierda, en el bolsillo del saco, aquel botón grande y cuadrado, cruzado por franjas diagonales verdes, rojas, blancas y azules.