lunes, 13 de octubre de 2008

Las inquietudes del Señor Oficinista
(Tercer premio cuento breve del Consejo Comunal Mujeres de Domínico y la secretaria de Cultura, Educación y Promoción de las Ates en el Concurso Carlota de Domínico)

Todas las mañanas llego a la oficina, me siento, enciendo la lámpara, abro el portafolio y enfrento un nuevo día de trabajo. La empresa ha encarado ciertas reorganizaciones corporativas a las que, poco a poco, nos vamos acostumbrando. Esta semana me han retirado la silla. De manera que ahora me apoyo sobre el escritorio o en el piso. Con el reparto de las tareas de la mañana, me han notificado que debo desalojar el escritorio porque, durante la noche, será transferido. Me informaron que dicho desplazamiento estaba previsto. Según parece resulta necesario para favorecer el desarrollo de otras áreas estratégicas y obedece a razones de carácter reservado. Desde entonces me resigno a ubicarme sobre la pared de la ventana. De ese modo, aprovecho la luz que proviene del exterior y puedo realizar mis tareas sin demasiado esfuerzo visual. La empresa me ha solicitado la lámpara para otros objetivos. Como siempre fui obediente de las decisiones jerárquicas, decidí no interponer objeciones y me limité a hacer silencio. Sin embargo, el hecho de que tenga que conformarme con la luz natural, no me ha perjudicado, todo lo contrario. Tal circunstancia vuelve levemente complicada mi tarea cuando cae la tarde y debo confórmame con la luz general del edificio, apenas suficiente. Han racionalizado el uso de la luz eléctrica. Allí donde había un par de tubos fluorescentes han eliminado uno para, nos dicen, ahorrar en el consumo así como en la compra de repuestos. Cada vez que se queman sus dos tubos en algún artefacto, con un criterio utilitario, sacan uno allí donde hubiera dos y reemplazan uno de los quemados. Poco a poco, la luminosidad se fue reduciendo a la mitad, pero, según se afirma, el procedimiento no desmerece en nada la productividad de la empresa que incluso ha aumentado. Eso me da fuerzas como para continuar adelante.
Gracias a mis insistencias, han desistido, por ahora, de la intención de privarme del portafolio. Lo atesoro con temores y lo escondo para que nadie lo note y entonces, vuelvan a intentarlo. Cuando lo abro, lo hago por el lado de afuera de la ventana para no ser advertido. Un tiempo atrás provisto de un taladro, un tornillo en ele y su tarugo, construí sobre el exterior un gancho que me permite colgarlo. O sea que, mientras me mantengo en la oficina, nadie nota su presencia. Cuando necesito tomar algo de su interior debo tener cuidado porque al abrirlo puede suceder que se caiga hacia el aire y luz del edificio lo cual haría difícil recuperarlo o, en todo caso, que algún papel de su interior se vuele y pierda información importante para la organización. Cuando llueve, el operativo se torna levemente complicado porque temo que se moje. Esto lo he resuelto incluyendo en su interior una bolsa de nylon lo suficientemente fuerte y del tamaño adecuado para protegerlo en tales ocasiones. Cuando me preparo para las tareas, trato de extraer todo lo necesario para no tener que contorsionarme cada vez que necesito algo. Aún así, suelo no mostrar algunas cosas que puedan ser de utilidad para la empresa y que resguardo celosamente: en particular una lapicera que contiene tinta para unos cuarenta o cincuenta días y una goma tinta lápiz de esas rojas y azules que me recuerdan mi niñez. Tuve el cuidado de escribirle mi nombre con birome para que, si se pierde, me la puedan devolver. Eso es bastante improbable porque todos en la oficina desean tener una y no todos han tenido la precaución de resguardarla convenientemente. Si alguien la encontrara le borraría la inscripción y agregaría la suya en una acción tan inútil como lo fuera la marca anterior. Tengo también, una estupenda agujereadora, treinta y siete clips en un porta clips magnético y algunas otras cosas más que no enumero exhaustivamente para no abusar. Cito a modo de ejemplo: una libreta de anotaciones, un par de aspirinas, anteojos, un encendedor y un alicate.
Durante el día, trato de concentrarme en las tareas que la empresa me demanda. Hago planillas en papel cuadriculado. Todas las mañanas pasa por mi lugar de trabajo el Señor Superior y me deja treinta y cuatro hojas de papel que debo trazar con líneas paralelas, verticales y horizontales a dieciséis milímetros una de otra las horizontales y a veinticuatro las verticales. Nadie me ha capacitado acerca de lo que debo hacer con el sobrante, tanto hacia la derecha como hacia abajo del papel. Tampoco acerca de si el trazado debe ser en frente y dorso. Considerando mi apego al trabajo he decidido hacerlo en ambas caras para satisfacer cualquier demanda futura. Esto puede tener inconvenientes en el sentido de que, si a la empresa o a algún superior le pareciera que esto es excederme en mis atribuciones, dichas páginas serian irrecuperables.
Día a día, he tomado mayor experiencia en mi tarea y lo que antes me llevaba casi todo el día ahora lo concluyo una hora antes del fin de mi jornada laboral. Durante el tiempo residual, para no despertar sospechas, aparento seguir trabajando mientras llevo mis pensamientos a otras imágenes en otras latitudes. Unos tres minutos antes de la hora de salida llega el Señor Superior y se lleva las hojas. Nunca he recibido comentario alguno acerca de ellas y tampoco lo pido, respetuoso como soy de los objetivos máximos de la empresa y de la necesidad de no divulgarlos para evitar espionaje comercial, tan de moda en estos últimos tiempos.Así acaba mi jornada. Recojo el portafolio que dejara colgado en el exterior y me retiro lo más sigilosamente posible. No vaya a ser que los superiores adviertan mi presencia, o la del portafolios e, inesperadamente, intenten deshacerse de alguna o de ambas de esas cosas.

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